RECORDAR O MENTIR: OFICIOS DE DIOS. ARTICULO EN www.letralia.com No. 193

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miércoles, 17 de octubre de 2007

CIEN AÑOS EN OTRAS TIERRAS

Aunque ha pasado casi un siglo desde el día en que una niña fue maltratada y arrojada al río en un pueblo boyacense llamado Corrales, los golpes aún se recuerdan, y parecen vivos todavía, incluso detrás de una sonrisa.


La pequeña Rita no alcanzaba los siete años; por eso no podía entender que su propio padre la hubiese lanzado al río, después de golpearla. El pánico se apoderó de la niña cuando advirtió que no podía tocar fondo, pues había caído en un trecho muy hondo del río. Sus pequeños brazos se movieron como había visto a los bañistas en ese mismo río, que riega las tierras de Corrales, en Boyacá. Pero todo era inútil: el poder de la corriente era muy superior a sus escasas fuerzas, a su inexperiencia y a sus pocos años. Además, estaba atada de manos.

Su corta existencia pasó por su mente, mientras se atragantaba con el agua que penetraba a torrentes por boca y nariz. Era un lapso muy pequeño en el tiempo, pero ya había vivido duros sucesos: su madre murió cuando ella contaba apenas con dos años. Ahí comenzaron, o se acentuaron sus sufrimientos. Perdió los cuidados de su madre en un momento en que toda niña o niño tiene mayor necesidad de ellos, pues en esa edad se decide lo que será en el futuro; a cambio de eso, se convirtió en objeto de la ira de su padre y de su madrastra, quienes no perdonaban nada a la pequeña María Enriqueta y la obligaban a los trabajos más rudos de la casa.

Cuando las fuerzas la comenzaron a abandonar, no le quedó sino el miedo, la angustia terrible de saberse cercana a la muerte, después de que su progenitor le había arrancado su ropa, de por sí rota y descuidada, para azotarla sin misericordia con un rejo, amarrada a una columna de la finca. Ya el río era el dueño de su diminuto cuerpo. En ese trance, sintió entre sus manos el escapulario de la Virgen, que tal vez era el único regalo que le había hecho su hermana mayor, pues de su padre y madrastra no recibía sino insultos. Lo tomó con fuerza entre los dientes, como para detener la violencia del agua y siguió sin remedio el mismo camino de la corriente.
Cuando todo parecía perdido, la pequeña imploró a Dios y a la Virgen que no la dejaran ahogar. El milagro se hizo, el viaje de Rita hacia la muerte se detuvo entre la rama de un árbol y una piedra gigantesca. Allí recuperó la esperanza de sobrevivir, pudo recobrar un poco el aliento; pero era imposible salir del caudaloso del río por sus propios medios. El agua golpeaba con vigor contra la roca, su tabla de salvación era mantenerse aferrada a la rama. Largo rato continuó su sufrimiento hasta que vino a rescatarla su propio padre maltratador.

Ante la posibilidad de acabar con la vida de su hija, el padre justificó el abuso diciendo que la había lanzado al río para que se curaran los hematomas que le había infringido con el rejo, o para evitar que le diera gangrena en las heridas abiertas. Pero Rita no podía dejar de pensar en que el mismo hombre que, paradójicamente, le había dado la vida, la había lanzado a las aguas para quitársela, y que cuando se demoró en ir a recoger su cuerpo desvalido entre la roca y la rama, esperaba encontrarla muerta. Sin embargo, maltratada y despreciada por su familia, ella se aferraba con mayor empeño a la vida. Eso la motivó a huir de la casa paterna, aún siendo tan pequeña y llena de temores, por efectos del mismo maltrato.

Aprovechó la primera oportunidad para escapar. En esa época, el “Gran Santander” vivía una buena productividad de café y se necesitaban obreros; un primo hermano viajaba con frecuencia en tiempos de cosecha. Rita le rogó que la llevara con su familia, que ella le podía ayudar en los oficios de la casa. El primo no estaba muy seguro, especialmente considerando el carácter irascible del progenitor de la niña; pero al fin accedió: necesitaba una niñera para sus hijos, y ella haría el trabajo únicamente por la comida y la posada. Así llegó a estas tierras, trabajando como niñera, pero atendiendo también a los trabajadores de la finca de don Onardo Ayala.

Pero no terminaron ahí los pesares de la pequeña. Un sábado de pago, su primo recibió el sueldo, como se estilaba en esa época en las fincas cafeteras; era un día alegre, incluso para ella, que nada recibía; al día siguiente con seguridad irían a la misa. Pero no sucedió así: en cuanto se levantó fue a buscar a los niños que cuidaba, debía prepararlos para la salida del domingo. Las camitas estaban vacías, no había tampoco ropa de la familia en la percha donde solían colgarla. Su primo había escapado de la hacienda, dejándola abandonada. Ahora, a sus siete años, estaba verdaderamente sola en el mundo.

No le quedó otra opción que trabajar (o seguir haciéndolo) para ganar su sustento. No obstante el abandono, permaneció en esa misma hacienda durante mucho tiempo, pues guardaba la esperanza de que su primo viniera a buscarla. Luego fue a trabajar a otro lugar, la finca de don Jobito Cobarios, donde cocinaba para 40 obreros y recibía un sueldo de 400 pesos al mes. Tiempo después trabajó en la hacienda del general Rafael Mora, ayudándole con la crianza de sus hijos.

Rita, o María Enriqueta Celis Álvarez, tuvo tiempo para el amor. Precisamente se encontraba trabajando en la hacienda del general Mora cuando conoció a Juan Sarmiento, un hombre trabajador que sería su esposo y el padre de sus hijos. De la soledad de su infancia, pasó a tener una gran familia: de esa unión nacieron diez hijos, cuatro de los cuales sobreviven. Alicia y Sofía la acompañan en Bochalema, Ricardo reside en Cúcuta y María en Caracas, Venezuela. Cuenta ahora con 18 nietos, 32 bisnietos y 3 tataranietos. Declara que vive “muy feliz y dichosa en el municipio de Bochalema, a pesar de los pesares de la vida”.

Aunque el dolor la alejó un día de Corrales, su pueblo natal, y de la casa de su padre; a pesar de que hizo su mundo y su familia en este lugar, donde se puso a salvo de los maltratos, a veces siente nostalgia por ese mundo lejano y ajeno.

Ha transcurrido un siglo, mucho tiempo para un ser humano, aunque en el papel pueda nombrarse como el paso de una sombra; seguramente han muerto quienes la conocieron, y también quienes conocieron a esas personas; tal vez su familia emigró hacia otro lugar, como es usual en las familias campesinas que se ven forzadas a buscar mejores perspectivas de vida. Sin embargo, la pequeña María Enriqueta, la pequeña Rita quiere volver, y reconocer la familia que el abuso la obligó a abandonar.

Quizá el tiempo decida devolverse y ella pueda contemplar la niña que fue un siglo antes, por ejemplo en la imagen de la tataranieta de su hermana que con sus mismas manos infantiles, no atadas ya ni golpeadas, sino alegres e inquietas, juega con una piedra y una rama en el río. Incluso si no pudiera volver a su lugar, sería un consuelo y motivo de esperanza para Rita, y para todos, pensar que allí se encuentra esa niña, viendo transcurrir las aguas como se contempla el paso de los años, sin temer los golpes, ni presentir la muerte en las manos que deberían protegerla y acariciarla.

martes, 16 de octubre de 2007

EL CERRO DE LA VIEJA

German Rafael Burgos Pérez
Marisela Chona
Favio Alexis Cuéllar Buitrago

Hay una gran riqueza de mitos y leyendas en las poblaciones del Norte de
Santander; en el caso de Chinácota, la “Casa bonita”, el imaginario popular se
concentró en un lugar de su geografía: el cerro que desde el oriente vigila a la
población.

Misterioso por todo aquello que se dice que allí ocurrió, por su hermosura y dimensión. Su vista se expande hacia el oriente y encierra un mundo de magia y versiones desbordadas.

Entre los cuentos de don Guillermo, don Fernando, Solangel y otros más, sólo tres cosas se dicen en común: que es un cerro hermoso; que en días de fiestas, toros, pólvora y morteros llora y llora sin parar, tal vez para que la gente no moleste su tranquilidad; y que es de una vieja, una vieja de quien se habla siempre, llamada Margarita como la flor que nace hermosa y con el paso de los días languidece.

Entre tantas historias que se tejen alrededor del cerro está siempre presente este personaje: para unos amargada, solitaria, rica y tacaña; para otros generosa, buena y amable. Para los primeros, se volvió así cuando en un amanecer envió a su joven hija al pueblo para que vendiera la cosecha de su finca, sin saber lo fatal que sería para ellas ese día, pues al paso de las sandalias y el mover de las faldas de la primaveral niña, unos malhechores la siguieron y borraron con brutalidad su inocencia. Desesperada, la niña se quitó la vida, lanzándose a un lago cercano.

La vieja Margarita, al enterarse de lo sucedido y después de maldecir a estos hombres, se internó en su finca con el corazón desecho y resentido.

Pero hay en el mundo de las leyendas una versión con un desenlace menos sombrío: la niña invocó a la Virgen, cayó una fuerte tormenta; entonces los agresores se asustaron y huyeron.

La fama de generosa se la ganó un viernes santo. Un campesino de la región se aventuró a ir por las laderas del cerro, se perdió y a su paso encontró una humilde cabaña habitada por Margarita y su hija, quienes lo recibieron y antes de que arreciara una fuerte tormenta le indicaron por donde retomar su camino, no sin antes regalarle mazorcas y naranjas, habas, tomates para que llevara a su casa. Agradecido y elevando una oración, colocó a las mujeres en manos de Dios y emprendió su regreso; sin embargo, el descenso le cansó mucho más. No entendía por qué. Más tarde lo sabría: al descargar la mochila en su casa, vio cómo mazorcas, naranjas y verduras habían tomado el color y la consistencia del oro. Así que se volvió muy rico y dicen que se marchó del pueblo.

La leyenda promete que quien suba el viernes santo al cerro, tal vez encuentre a la vieja y regrese con frutas de oro.

La leyenda tiene vida

No falta en el pueblo quien relacione a la vieja con un personaje actual; otros lo ubican en el tiempo de la colonia. Así que la historia verdaderamente ha cobrado vida en la imaginación de los habitantes de Chinácota, y a ella se acercan a otros seres que forman parte de la cultura popular.
Aparece, por ejemplo, una laguna encantada, donde se ve una gallina con pollitos de oro. La casa supuestamente está –o estaba–­­­ en una laguna. Ni casa ni laguna se pueden ver ahora, porque pertenecen al mundo de la leyenda. Lo mismo sucede con la cueva, donde ella pidió ser enterrada. Todos son lugares borrados del mapa de la memoria, que resurgen, sin embargo, en los relatos de los abuelos.

Relacionada con la vida y costumbres de los lugareños, no puede dejar de aparecer dentro de los animales fabulosos un toro. Una vez se les escapó un toro a la vieja, los peseros lo atraparon y ella les permitió quedarse con él con una condición: amarrarlo con cabuya. No le hicieron caso, lo amarraron con un lazo muy grueso para que no se les escapara. Al rato fueron a buscar el toro y había desaparecido. Acerca de los toros, sin embargo, se oye decir que Margarita odia las corridas, porque en una ocasión no dejaron entrar a su esposo a un espectáculo.

Se duda, incluso, de que la vieja haya tenido una hija. Sería, entonces, la misma vieja quien fue víctima de abuso en su adolescencia. En la mente de algunos aparece como vieja; en la de otras personas, no han pasado los años para ella. Si alguien pregunta quién está en el monumento, todos dirán que la vieja; no obstante, al caminar unos minutos hasta la estatua, se verá el rostro de una mujer joven, que a su vez cobró vida en el transcurso entre la mente y las manos de su escultor. En la base puede leerse en metal, bajo el título “LA LEYENDA”:


“Por la época de la colonia, en el valle de los chitareros vivía una joven humilde que los lugareños conocían por su generosidad, religiosidad y especiales virtudes además de una singular y extraordinaria belleza. En la parte más alta del cerro tenía su bohío circundado de flores, frutales y admirables sementeras, productos que bajaba al mercado todos los domingos. Una tarde después de asistir a misa y de regreso a su morada se produjo un milagro. Al invocar a la Virgen María en su desespero por zafarse de 3 rufianes que intentaban mancillar su honor, se desató un torrencial aguacero que provocó el pánico y la huida de sus agresores.

Pasaron los años y llegó a la vejez.

Su muerte constituyó duelo en la comarca y desde esa época la alta cumbre se llama el ‘Cerro de la Vieja’ en memoria de Margarita, su incomparable desaparecida. Mayo de 2005.”

Así habita la vieja en las palabras y en el cerro imponente. Quien venga a la “Casa bonita” de Norte de Santander y se detenga en su parque principal lo ha de ver; en época de ferias verá también sus lágrimas. Si es más osado y en sus pastos descansa, podrá apreciar el majestuoso espectáculo del fenómeno natural único en Colombia: el Faro del Catatumbo, que desde la selva de los indios Motilón-Barí mantiene iluminado el cielo nocturno.

Los domingos, confundida entre las mujeres que vienen a hacer el mercado, quien no haya perdido su sensibilidad y capacidad de asombro podrá ver a Margarita con su canasta de frutos de esta tierra, sembrados y cosechados por sus manos de campesina. Ese es, sin duda, su más preciado tesoro.

PROYECTO RED DE JOVENES LIDERES CULTURALES