RECORDAR O MENTIR: OFICIOS DE DIOS. ARTICULO EN www.letralia.com No. 193

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lunes, 15 de diciembre de 2008

CRONICAS DE INFANCIA: CRONICAS DE PAZ


TEXTOS DE LOS JÓVENES PARTICIPANTES EN EL TALLER: 
LEIDY LORENA HERNÁNDEZ RÍOS
DIANA PATRICIA FLOREZ CASTRO
JESSENIA CONTRERAS FERNANDEZ 
NÓRIDA YANETH ARRIETA NAVARRO 
KATHERINE MORALES RUIZ 
GRISDEY CAROLINA OVALLES BARRIOS 
MARITZA MENDIVELSO ROMERO 
YURAIMA GÓMEZ JIMÉNEZ 
YURI ZULEYDA HARO MARTÍNEZ 
JHON EDINSON RAMÍREZ LEAL        

Manuel Iván Urbina Santafé
Tallerista

Red de jóvenes líderes culturales 
II Laboratorio de paz 
Biblioteca Pública Julio Pérez Ferrero


 

Tebas, la ciudad de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron ellos los grandes bloques de piedra?

BERTORLD BRECHT

 

 

Dejar oír la propia voz, describir los lugares de la infancia, narrar la historia del barrio, esa historia verdadera y real, porque todavía transcurre y palpita; no la de los libros ni la de estatuas que se repiten en los parques, símbolos que hablan de hazañas lejanas, de hombres que parecen solitarios en su esfuerzo, relatos superados ya por el heroísmo cotidiano, por las gestas y tragedias del día a día.

 

Esta es la exploración que en esta versión de Crónicas de paz abordan los jóvenes líderes culturales de la ciudad de Cúcuta. Los siguientes serán pincelazos de los diversos territorios de la infancia, al mismo tiempo territorios de paz y asombro, donde el mundo es nuevo y de tamaño colosal, la dimensión de los sueños o de los temores infantiles.

 

 La fuerza del río

 

Marce y Andy nos comparten, por ejemplo, el río que un día los arrastró, hasta que la mano de una prima los salvó de la corriente. En su relato los vemos salir del río en un paraje desconocido, donde interviene nuevamente una mano salvadora, nueva integrante de la familia que permanecerá  a partir de ese momento no sólo en el recuerdo sino también en los afectos. Los vemos volver a casa en una carretilla y jugar con el perro furioso que en el inicio de su aventura fue una amenaza.

 

Las angustias de los niños, que para los adultos carecen de importancia, se reflejan en el relato de Nórida Yaneth. Sucede en Chimila, “un pueblo pequeño, muy caluroso (…) vimos a un señor entre los 35 y 40 años de edad, a la orilla del río, iba armado con una gran escopeta, nos miramos entre todas y salimos corriendo con gran susto… ”.  La causa del pánico es justificada en la memoria de la niña: “…después de haber corrido un buen trayecto, descansamos un momento y miramos a todos lados para ver si nos había seguido: al mirar nos dimos cuenta que sí, y que además, escondido detrás de un árbol de limón, nos apuntaba con su escopeta”. Una vez en la finca donde vivían, los adultos escucharon los relatos en boca de las niñas alteradas y sudorosas; pero no les dieron importancia: “con cara de sorprendidos, hacían un gesto como si nosotras estuviéramos diciendo una de esas mentiras piadosas que solemos decir desde pequeñas. Pero no, era una verdad que nos dio mucho miedo.”

 

El cielo cae

 

En ese escenario de los temores infantiles no faltan los accidentes cotidianos, como el narrado por Katherine: “En una mañana bonita y espléndida, a mi mamá se le ocurrió bañarme temprano, cosa que ella nunca hacía, porque ella me bañaba en las tardes”. Con vividez recuerda Katherine detalles que se considerarían insignificantes si no estuvieran asociados con un hecho significativo: “Me perfumó y me acostó en la cama, en la parte del rincón, ella se fue para la cocina, porque estaba fritando unas papas amarillas.” La tragedia es siempre una posibilidad, un límite muy leve entre la vida y la muerte: “De repente me cayó una teja de eternit en la cabeza … la teja me tapó toda y me volvió negra, pero lo peor fue que por poquito me entierro la teja en la cabeza”, concluye el relato.   

 

Los ángeles en la infancia

 

Hay personas y personajes que pueblan la infancia, que comunican vida y alegría o, por el contrario, nos hunden en la nostalgia, el dolor por el recuerdo. La figura materna se hace presente, por ejemplo, en descripciones como las que Grisdey Carolina hace de su madre, en la cual se conjugan contradicciones: “Un día me di cuenta [de] que sufría pero no lo demostraba. Yo sé que a pesar de todos los problemas, en el fondo se siente orgullosa de mí”(...) “Ella me ha dado lo que soy hasta ahora, es un espejo que cada día muestra lo que hace una madre por sus hijos, todo lo que aguanta, los insultos, los conflictos, etc.”

 

Y, puntualiza Carolina su descripción con un detalle de ternura cotidiana: “A veces jugamos, nos sentamos a hablar como amigas que somos. Está pendiente de mis cosas, es muy atenta, colaboradora, alegre. Tengo 17 años de conocerla y no dudo de su amor.”

 

Escuchar rancheras

  

Jessenia recuerda el afecto de su padre fallecido y la “imagen que siempre estará en mi mente”, cuando la despiertan en la madrugada, su hermana mayor la lleva a la sala para darle la noticia: “Mi mamá tenía un semblante desgarrador”, recuerda ella y revive la relación con su padre detallando momentos compartidos: “Nos poníamos a escuchar rancheras, a él le gustaban las de Vicente Fernández, y también [me gustaba] cuando se ponía a hablar de su vida de joven, era muy interesante…. Hubiera querido que en estos momentos de mi vida estuviera conmigo, para que viera lo que he logrado en la adolescencia.”

 

Maniquí con correa

 

Leydi Lorena personifica a la hermana mayor, apodada por los hermanos menores “el maniquí con correa, pues para disciplinarlas permanecía con la correa colgada a su cuello. [Pero] la pobre sólo cumplía lo que su madre le decía ‘no se deje mangonear de esas pegotas’”.

 

Cuando la madre salía a sus labores, “…se escuchaban gritos  por toda la casa, caos completo. ‘¡Chinas, apúrense a comer! ¡A hacer las tareas! ¡Muévanse! ¡Recojan ese desorden!’ Al caer la tarde todo volvía a la normalidad, cuando no demoraba en aparecer por la puerta la madre y automáticamente todo era paz y armonía, una familia feliz”.

 

Una historia conmovedora

 

Elena Maritza nos relata una historia bella y trágica acontecida en Navidad. “A mi tío Orlando, el más travieso, gordo y el más viejo de todos los hermanos, se le ocurrió la idea de llevar a toda la familia a pasar navidad en la finca. Llegó la noche, los árboles se balanceaban, parecía que estaban felices. Mi tío me dio un regalo, eran mis primeros patines. Llena de alegría me los coloqué, pero me quedaron grandes. Mi tío dijo que se podían cambiar. Enojada, me retiré de la sala, donde todos departían, y me fui a mi habitación.

 

“Lleno de tristeza, mi tío montó a caballo, se dirigió a la ciudad a ver si alcanzaba a cambiar los patines. A la mañana siguiente, bajé a la sala. Todo estaba en silencio. Mi madre me alzó con una mirada consoladora. Esa noche mi tío salió, su caballo se asustó al ver un puma y cayó hacia el  abismo. Desde esa noche no volví a ver la sonrisa que me hacía ir a un mundo mágico.”

 

El señor que se llevó a mi perro

 

También la muerte de las personas se relaciona con la pérdida de las mascotas, como en el relato que da nombre a este apartado, narrado por Yuraima Gómez Jiménez.

 

“Para mi cumpleaños, mis papás me regalaron un perro muy bonito, de color blanco y muy pequeño. Compartía con él la mayor parte del tiempo. Cierto día apareció un vecino, el cual me insistía en que me compraba el perro o que se lo regalara. Yo decía que no, porque quería a mi perro, pero él insistía.”

 

“Una noche se acercó a mi casa y dijo que se iba a llevar el perrito. Yo me puse a llorar. Al día siguiente, el perrito apareció muerto y me llegaron con la noticia de que al señor lo había matado. Llegaron dos hombres al lugar donde se encontraba y preguntaron por él; cuando se identificó, le dispararon sin que pudiera hacer nada.

 

“Para mí fue triste ver cómo el perro había muerto, pues no sabía por qué: el día anterior había comido bien y lo había llevado a dormir.”

 


Cuando Campana murió

 

También Diana Patricia nos comparte la muerte de su mascota, “una perrita llamada Campana que siempre nos acompañaba a la escuela. El 20 de junio nos levantamos muy felices sin saber lo que sucedería. Mientras estábamos en clase, la perrita empezó a jugar con nosotras, la maestra nos regañó y nos estuvimos quietas. Tocaron la campana para salir, como siempre la perrita estaba debajo del pupitre. Recogimos los útiles y salimos justo a casa, íbamos jugando y corriendo con la perrita, cruzamos la carretera pero la perrita no alcanzó a cruzarla, pasó un carro y la atropelló. Esa fue la tristeza más grande de mi hermana, porque justo el día de su cumpleaños le mataron a su mejor amiga.”

 

De correa hoy

 

También la infancia está poblada de recuerdos dolorosos, cuando se practican castigos físicos y hay agresiones entre los padres. Tal es el testimonio que deja Yuri Zenaida del tiempo en que era niña.

 

“Día de correa, como siempre. Pero hoy es un día especial: mi padre llegó tomado y con un genio del diablo. Al tocar la puerta, todos corren a esconderse y mi madre, valiente como siempre, acude al llamado. Abre la puerta y mi padre la empuja hacia la pared, con gran fuerza, como si se tratase de Supermán enderezando una gran torre. Yo estoy debajo de la cama, donde el miedo está guardado y todo se siente terrible.

“[Los vecinos] tocan la puerta y mi madre no la abre; siguen tocando, me preocupo, pero no me atrevo a acudir al llamado de la puerta. Mi padre grita desde el patio ‘No estoy para que me estorben los vecinos’. Se oye una voz del otro lado ‘Hija, abre’. Mi padre no presta atención y continúa con su ira.

 

“Preocupada, quería saber qué pasaba. Me llené de valentía y salí. Mi madre estaba sin fuerzas sobre el piso. Esto hizo que yo buscara ayuda: abrí la puerta, salí a la calle, grité ‘ayuda, auxilio’.

 

“Mi padre corrió y cerró la puerta, me quedé por fuera pero mis gritos fueron en vano. Entonces trepé al techo y traté de entrar por el patio, mientras se escuchaban gritos dentro de la casa.

 

“BUMM, se escuchó un gran ruido. Caí del techo al patio. Todos hacen silencio, quedan a la expectativa para saber qué pasa. Mi madre se asoma. Era yo que, con gran susto, trataba de regresar adentro de mi casa. Mi padre, enfadado y sin poderse contener, saca su grande y gruesa correa, hecha de cuero de vaca fina, la cual estrenaría yo ese día.”

 

Todas las historias terribles no terminan mal  

 

Hay accidentes hogareños donde los niños pueden salir muy mal librados. Así se inicia el relato de Jhon Edinson, que él llamó: “La pregunta que un día hice a mi padre”, basado en la memoria de su progenitor:

 

“Fue un día hermoso, estaba ocupado ayudando a [tu] madre. En un instante, muy silenciosamente, el bebé salió de la casa y cogió el camino que llevaba al puente, se quedó pensando y caminó encima de él. Se oyó un gran ruido que mi padre y mi madre no escucharon. Después de unos minutos terminaron el oficio y decidieron ir a descansar junto al bebé. Al entrar se dieron cuenta de que el bebé ya no estaba donde lo había dejado.

 

“Salieron a buscarlo, no tenían la más remota idea de dónde podía estar. Siguieron buscando y no lo encontraban. Después llegaron unos primos hermanos y mi mamá con una voz débil les dijo que el bebé no estaba, que había desaparecido. Inmediatamente salieron su búsqueda por toda la pequeña finca, pero no lo encontraron.

 

“Una visita que llegó tuvo que pasar por el puente y al llegar a casa le contaron lo que había sucedido. De repente un primo notó algo extraño: al puente se le había partido una tabla, desgastada por el tiempo. Entonces se acercó a esa parte del puente, se acercó cada vez más, y cuando se iba a regresar, de reojo vio a un pequeño colgando de una esquirla de aquella tabla. Lo sacó. Era el bebé que tanto estaban buscando. Cuando lo llevó hasta la casa, llamó a todos; al verlo de nuevo, sintieron una gran alegría. Mi madre estaba muy mal, lo alzó y lo besó con los llenos de lágrimas.

 

“Mi padre clamó de alegría y fue tanto, que decidieron hacer una fiesta en gratitud por la aparición del bebé, porque si no lo hubieran encontrado, habría caído a un río muy hondo y se hubiera ahogado.

 

miércoles, 17 de octubre de 2007

CIEN AÑOS EN OTRAS TIERRAS

Aunque ha pasado casi un siglo desde el día en que una niña fue maltratada y arrojada al río en un pueblo boyacense llamado Corrales, los golpes aún se recuerdan, y parecen vivos todavía, incluso detrás de una sonrisa.


La pequeña Rita no alcanzaba los siete años; por eso no podía entender que su propio padre la hubiese lanzado al río, después de golpearla. El pánico se apoderó de la niña cuando advirtió que no podía tocar fondo, pues había caído en un trecho muy hondo del río. Sus pequeños brazos se movieron como había visto a los bañistas en ese mismo río, que riega las tierras de Corrales, en Boyacá. Pero todo era inútil: el poder de la corriente era muy superior a sus escasas fuerzas, a su inexperiencia y a sus pocos años. Además, estaba atada de manos.

Su corta existencia pasó por su mente, mientras se atragantaba con el agua que penetraba a torrentes por boca y nariz. Era un lapso muy pequeño en el tiempo, pero ya había vivido duros sucesos: su madre murió cuando ella contaba apenas con dos años. Ahí comenzaron, o se acentuaron sus sufrimientos. Perdió los cuidados de su madre en un momento en que toda niña o niño tiene mayor necesidad de ellos, pues en esa edad se decide lo que será en el futuro; a cambio de eso, se convirtió en objeto de la ira de su padre y de su madrastra, quienes no perdonaban nada a la pequeña María Enriqueta y la obligaban a los trabajos más rudos de la casa.

Cuando las fuerzas la comenzaron a abandonar, no le quedó sino el miedo, la angustia terrible de saberse cercana a la muerte, después de que su progenitor le había arrancado su ropa, de por sí rota y descuidada, para azotarla sin misericordia con un rejo, amarrada a una columna de la finca. Ya el río era el dueño de su diminuto cuerpo. En ese trance, sintió entre sus manos el escapulario de la Virgen, que tal vez era el único regalo que le había hecho su hermana mayor, pues de su padre y madrastra no recibía sino insultos. Lo tomó con fuerza entre los dientes, como para detener la violencia del agua y siguió sin remedio el mismo camino de la corriente.
Cuando todo parecía perdido, la pequeña imploró a Dios y a la Virgen que no la dejaran ahogar. El milagro se hizo, el viaje de Rita hacia la muerte se detuvo entre la rama de un árbol y una piedra gigantesca. Allí recuperó la esperanza de sobrevivir, pudo recobrar un poco el aliento; pero era imposible salir del caudaloso del río por sus propios medios. El agua golpeaba con vigor contra la roca, su tabla de salvación era mantenerse aferrada a la rama. Largo rato continuó su sufrimiento hasta que vino a rescatarla su propio padre maltratador.

Ante la posibilidad de acabar con la vida de su hija, el padre justificó el abuso diciendo que la había lanzado al río para que se curaran los hematomas que le había infringido con el rejo, o para evitar que le diera gangrena en las heridas abiertas. Pero Rita no podía dejar de pensar en que el mismo hombre que, paradójicamente, le había dado la vida, la había lanzado a las aguas para quitársela, y que cuando se demoró en ir a recoger su cuerpo desvalido entre la roca y la rama, esperaba encontrarla muerta. Sin embargo, maltratada y despreciada por su familia, ella se aferraba con mayor empeño a la vida. Eso la motivó a huir de la casa paterna, aún siendo tan pequeña y llena de temores, por efectos del mismo maltrato.

Aprovechó la primera oportunidad para escapar. En esa época, el “Gran Santander” vivía una buena productividad de café y se necesitaban obreros; un primo hermano viajaba con frecuencia en tiempos de cosecha. Rita le rogó que la llevara con su familia, que ella le podía ayudar en los oficios de la casa. El primo no estaba muy seguro, especialmente considerando el carácter irascible del progenitor de la niña; pero al fin accedió: necesitaba una niñera para sus hijos, y ella haría el trabajo únicamente por la comida y la posada. Así llegó a estas tierras, trabajando como niñera, pero atendiendo también a los trabajadores de la finca de don Onardo Ayala.

Pero no terminaron ahí los pesares de la pequeña. Un sábado de pago, su primo recibió el sueldo, como se estilaba en esa época en las fincas cafeteras; era un día alegre, incluso para ella, que nada recibía; al día siguiente con seguridad irían a la misa. Pero no sucedió así: en cuanto se levantó fue a buscar a los niños que cuidaba, debía prepararlos para la salida del domingo. Las camitas estaban vacías, no había tampoco ropa de la familia en la percha donde solían colgarla. Su primo había escapado de la hacienda, dejándola abandonada. Ahora, a sus siete años, estaba verdaderamente sola en el mundo.

No le quedó otra opción que trabajar (o seguir haciéndolo) para ganar su sustento. No obstante el abandono, permaneció en esa misma hacienda durante mucho tiempo, pues guardaba la esperanza de que su primo viniera a buscarla. Luego fue a trabajar a otro lugar, la finca de don Jobito Cobarios, donde cocinaba para 40 obreros y recibía un sueldo de 400 pesos al mes. Tiempo después trabajó en la hacienda del general Rafael Mora, ayudándole con la crianza de sus hijos.

Rita, o María Enriqueta Celis Álvarez, tuvo tiempo para el amor. Precisamente se encontraba trabajando en la hacienda del general Mora cuando conoció a Juan Sarmiento, un hombre trabajador que sería su esposo y el padre de sus hijos. De la soledad de su infancia, pasó a tener una gran familia: de esa unión nacieron diez hijos, cuatro de los cuales sobreviven. Alicia y Sofía la acompañan en Bochalema, Ricardo reside en Cúcuta y María en Caracas, Venezuela. Cuenta ahora con 18 nietos, 32 bisnietos y 3 tataranietos. Declara que vive “muy feliz y dichosa en el municipio de Bochalema, a pesar de los pesares de la vida”.

Aunque el dolor la alejó un día de Corrales, su pueblo natal, y de la casa de su padre; a pesar de que hizo su mundo y su familia en este lugar, donde se puso a salvo de los maltratos, a veces siente nostalgia por ese mundo lejano y ajeno.

Ha transcurrido un siglo, mucho tiempo para un ser humano, aunque en el papel pueda nombrarse como el paso de una sombra; seguramente han muerto quienes la conocieron, y también quienes conocieron a esas personas; tal vez su familia emigró hacia otro lugar, como es usual en las familias campesinas que se ven forzadas a buscar mejores perspectivas de vida. Sin embargo, la pequeña María Enriqueta, la pequeña Rita quiere volver, y reconocer la familia que el abuso la obligó a abandonar.

Quizá el tiempo decida devolverse y ella pueda contemplar la niña que fue un siglo antes, por ejemplo en la imagen de la tataranieta de su hermana que con sus mismas manos infantiles, no atadas ya ni golpeadas, sino alegres e inquietas, juega con una piedra y una rama en el río. Incluso si no pudiera volver a su lugar, sería un consuelo y motivo de esperanza para Rita, y para todos, pensar que allí se encuentra esa niña, viendo transcurrir las aguas como se contempla el paso de los años, sin temer los golpes, ni presentir la muerte en las manos que deberían protegerla y acariciarla.

martes, 16 de octubre de 2007

EL CERRO DE LA VIEJA

German Rafael Burgos Pérez
Marisela Chona
Favio Alexis Cuéllar Buitrago

Hay una gran riqueza de mitos y leyendas en las poblaciones del Norte de
Santander; en el caso de Chinácota, la “Casa bonita”, el imaginario popular se
concentró en un lugar de su geografía: el cerro que desde el oriente vigila a la
población.

Misterioso por todo aquello que se dice que allí ocurrió, por su hermosura y dimensión. Su vista se expande hacia el oriente y encierra un mundo de magia y versiones desbordadas.

Entre los cuentos de don Guillermo, don Fernando, Solangel y otros más, sólo tres cosas se dicen en común: que es un cerro hermoso; que en días de fiestas, toros, pólvora y morteros llora y llora sin parar, tal vez para que la gente no moleste su tranquilidad; y que es de una vieja, una vieja de quien se habla siempre, llamada Margarita como la flor que nace hermosa y con el paso de los días languidece.

Entre tantas historias que se tejen alrededor del cerro está siempre presente este personaje: para unos amargada, solitaria, rica y tacaña; para otros generosa, buena y amable. Para los primeros, se volvió así cuando en un amanecer envió a su joven hija al pueblo para que vendiera la cosecha de su finca, sin saber lo fatal que sería para ellas ese día, pues al paso de las sandalias y el mover de las faldas de la primaveral niña, unos malhechores la siguieron y borraron con brutalidad su inocencia. Desesperada, la niña se quitó la vida, lanzándose a un lago cercano.

La vieja Margarita, al enterarse de lo sucedido y después de maldecir a estos hombres, se internó en su finca con el corazón desecho y resentido.

Pero hay en el mundo de las leyendas una versión con un desenlace menos sombrío: la niña invocó a la Virgen, cayó una fuerte tormenta; entonces los agresores se asustaron y huyeron.

La fama de generosa se la ganó un viernes santo. Un campesino de la región se aventuró a ir por las laderas del cerro, se perdió y a su paso encontró una humilde cabaña habitada por Margarita y su hija, quienes lo recibieron y antes de que arreciara una fuerte tormenta le indicaron por donde retomar su camino, no sin antes regalarle mazorcas y naranjas, habas, tomates para que llevara a su casa. Agradecido y elevando una oración, colocó a las mujeres en manos de Dios y emprendió su regreso; sin embargo, el descenso le cansó mucho más. No entendía por qué. Más tarde lo sabría: al descargar la mochila en su casa, vio cómo mazorcas, naranjas y verduras habían tomado el color y la consistencia del oro. Así que se volvió muy rico y dicen que se marchó del pueblo.

La leyenda promete que quien suba el viernes santo al cerro, tal vez encuentre a la vieja y regrese con frutas de oro.

La leyenda tiene vida

No falta en el pueblo quien relacione a la vieja con un personaje actual; otros lo ubican en el tiempo de la colonia. Así que la historia verdaderamente ha cobrado vida en la imaginación de los habitantes de Chinácota, y a ella se acercan a otros seres que forman parte de la cultura popular.
Aparece, por ejemplo, una laguna encantada, donde se ve una gallina con pollitos de oro. La casa supuestamente está –o estaba–­­­ en una laguna. Ni casa ni laguna se pueden ver ahora, porque pertenecen al mundo de la leyenda. Lo mismo sucede con la cueva, donde ella pidió ser enterrada. Todos son lugares borrados del mapa de la memoria, que resurgen, sin embargo, en los relatos de los abuelos.

Relacionada con la vida y costumbres de los lugareños, no puede dejar de aparecer dentro de los animales fabulosos un toro. Una vez se les escapó un toro a la vieja, los peseros lo atraparon y ella les permitió quedarse con él con una condición: amarrarlo con cabuya. No le hicieron caso, lo amarraron con un lazo muy grueso para que no se les escapara. Al rato fueron a buscar el toro y había desaparecido. Acerca de los toros, sin embargo, se oye decir que Margarita odia las corridas, porque en una ocasión no dejaron entrar a su esposo a un espectáculo.

Se duda, incluso, de que la vieja haya tenido una hija. Sería, entonces, la misma vieja quien fue víctima de abuso en su adolescencia. En la mente de algunos aparece como vieja; en la de otras personas, no han pasado los años para ella. Si alguien pregunta quién está en el monumento, todos dirán que la vieja; no obstante, al caminar unos minutos hasta la estatua, se verá el rostro de una mujer joven, que a su vez cobró vida en el transcurso entre la mente y las manos de su escultor. En la base puede leerse en metal, bajo el título “LA LEYENDA”:


“Por la época de la colonia, en el valle de los chitareros vivía una joven humilde que los lugareños conocían por su generosidad, religiosidad y especiales virtudes además de una singular y extraordinaria belleza. En la parte más alta del cerro tenía su bohío circundado de flores, frutales y admirables sementeras, productos que bajaba al mercado todos los domingos. Una tarde después de asistir a misa y de regreso a su morada se produjo un milagro. Al invocar a la Virgen María en su desespero por zafarse de 3 rufianes que intentaban mancillar su honor, se desató un torrencial aguacero que provocó el pánico y la huida de sus agresores.

Pasaron los años y llegó a la vejez.

Su muerte constituyó duelo en la comarca y desde esa época la alta cumbre se llama el ‘Cerro de la Vieja’ en memoria de Margarita, su incomparable desaparecida. Mayo de 2005.”

Así habita la vieja en las palabras y en el cerro imponente. Quien venga a la “Casa bonita” de Norte de Santander y se detenga en su parque principal lo ha de ver; en época de ferias verá también sus lágrimas. Si es más osado y en sus pastos descansa, podrá apreciar el majestuoso espectáculo del fenómeno natural único en Colombia: el Faro del Catatumbo, que desde la selva de los indios Motilón-Barí mantiene iluminado el cielo nocturno.

Los domingos, confundida entre las mujeres que vienen a hacer el mercado, quien no haya perdido su sensibilidad y capacidad de asombro podrá ver a Margarita con su canasta de frutos de esta tierra, sembrados y cosechados por sus manos de campesina. Ese es, sin duda, su más preciado tesoro.

PROYECTO RED DE JOVENES LIDERES CULTURALES