TEXTOS DE LOS JÓVENES PARTICIPANTES EN EL TALLER:
Tebas, la ciudad de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron ellos los grandes bloques de piedra?
BERTORLD BRECHT
Dejar oír la propia voz, describir los lugares de la infancia, narrar la historia del barrio, esa historia verdadera y real, porque todavía transcurre y palpita; no la de los libros ni la de estatuas que se repiten en los parques, símbolos que hablan de hazañas lejanas, de hombres que parecen solitarios en su esfuerzo, relatos superados ya por el heroísmo cotidiano, por las gestas y tragedias del día a día.
Esta es la exploración que en esta versión de Crónicas de paz abordan los jóvenes líderes culturales de la ciudad de Cúcuta. Los siguientes serán pincelazos de los diversos territorios de la infancia, al mismo tiempo territorios de paz y asombro, donde el mundo es nuevo y de tamaño colosal, la dimensión de los sueños o de los temores infantiles.
Marce y Andy nos comparten, por ejemplo, el río que un día los arrastró, hasta que la mano de una prima los salvó de la corriente. En su relato los vemos salir del río en un paraje desconocido, donde interviene nuevamente una mano salvadora, nueva integrante de la familia que permanecerá a partir de ese momento no sólo en el recuerdo sino también en los afectos. Los vemos volver a casa en una carretilla y jugar con el perro furioso que en el inicio de su aventura fue una amenaza.
Las angustias de los niños, que para los adultos carecen de importancia, se reflejan en el relato de Nórida Yaneth. Sucede en Chimila, “un pueblo pequeño, muy caluroso (…) vimos a un señor entre los 35 y 40 años de edad, a la orilla del río, iba armado con una gran escopeta, nos miramos entre todas y salimos corriendo con gran susto… ”. La causa del pánico es justificada en la memoria de la niña: “…después de haber corrido un buen trayecto, descansamos un momento y miramos a todos lados para ver si nos había seguido: al mirar nos dimos cuenta que sí, y que además, escondido detrás de un árbol de limón, nos apuntaba con su escopeta”. Una vez en la finca donde vivían, los adultos escucharon los relatos en boca de las niñas alteradas y sudorosas; pero no les dieron importancia: “con cara de sorprendidos, hacían un gesto como si nosotras estuviéramos diciendo una de esas mentiras piadosas que solemos decir desde pequeñas. Pero no, era una verdad que nos dio mucho miedo.”
El cielo cae
En ese escenario de los temores infantiles no faltan los accidentes cotidianos, como el narrado por Katherine: “En una mañana bonita y espléndida, a mi mamá se le ocurrió bañarme temprano, cosa que ella nunca hacía, porque ella me bañaba en las tardes”. Con vividez recuerda Katherine detalles que se considerarían insignificantes si no estuvieran asociados con un hecho significativo: “Me perfumó y me acostó en la cama, en la parte del rincón, ella se fue para la cocina, porque estaba fritando unas papas amarillas.” La tragedia es siempre una posibilidad, un límite muy leve entre la vida y la muerte: “De repente me cayó una teja de eternit en la cabeza … la teja me tapó toda y me volvió negra, pero lo peor fue que por poquito me entierro la teja en la cabeza”, concluye el relato.
Los ángeles en la infancia
Hay personas y personajes que pueblan la infancia, que comunican vida y alegría o, por el contrario, nos hunden en la nostalgia, el dolor por el recuerdo. La figura materna se hace presente, por ejemplo, en descripciones como las que Grisdey Carolina hace de su madre, en la cual se conjugan contradicciones: “Un día me di cuenta [de] que sufría pero no lo demostraba. Yo sé que a pesar de todos los problemas, en el fondo se siente orgullosa de mí”(...) “Ella me ha dado lo que soy hasta ahora, es un espejo que cada día muestra lo que hace una madre por sus hijos, todo lo que aguanta, los insultos, los conflictos, etc.”
Y, puntualiza Carolina su descripción con un detalle de ternura cotidiana: “A veces jugamos, nos sentamos a hablar como amigas que somos. Está pendiente de mis cosas, es muy atenta, colaboradora, alegre. Tengo 17 años de conocerla y no dudo de su amor.”
Escuchar rancheras
Jessenia recuerda el afecto de su padre fallecido y la “imagen que siempre estará en mi mente”, cuando la despiertan en la madrugada, su hermana mayor la lleva a la sala para darle la noticia: “Mi mamá tenía un semblante desgarrador”, recuerda ella y revive la relación con su padre detallando momentos compartidos: “Nos poníamos a escuchar rancheras, a él le gustaban las de Vicente Fernández, y también [me gustaba] cuando se ponía a hablar de su vida de joven, era muy interesante…. Hubiera querido que en estos momentos de mi vida estuviera conmigo, para que viera lo que he logrado en la adolescencia.”
Maniquí con correa
Leydi Lorena personifica a la hermana mayor, apodada por los hermanos menores “el maniquí con correa, pues para disciplinarlas permanecía con la correa colgada a su cuello. [Pero] la pobre sólo cumplía lo que su madre le decía ‘no se deje mangonear de esas pegotas’”.
Cuando la madre salía a sus labores, “…se escuchaban gritos por toda la casa, caos completo. ‘¡Chinas, apúrense a comer! ¡A hacer las tareas! ¡Muévanse! ¡Recojan ese desorden!’ Al caer la tarde todo volvía a la normalidad, cuando no demoraba en aparecer por la puerta la madre y automáticamente todo era paz y armonía, una familia feliz”.
Una historia conmovedora
Elena Maritza nos relata una historia bella y trágica acontecida en Navidad. “A mi tío Orlando, el más travieso, gordo y el más viejo de todos los hermanos, se le ocurrió la idea de llevar a toda la familia a pasar navidad en la finca. Llegó la noche, los árboles se balanceaban, parecía que estaban felices. Mi tío me dio un regalo, eran mis primeros patines. Llena de alegría me los coloqué, pero me quedaron grandes. Mi tío dijo que se podían cambiar. Enojada, me retiré de la sala, donde todos departían, y me fui a mi habitación.
“Lleno de tristeza, mi tío montó a caballo, se dirigió a la ciudad a ver si alcanzaba a cambiar los patines. A la mañana siguiente, bajé a la sala. Todo estaba en silencio. Mi madre me alzó con una mirada consoladora. Esa noche mi tío salió, su caballo se asustó al ver un puma y cayó hacia el abismo. Desde esa noche no volví a ver la sonrisa que me hacía ir a un mundo mágico.”
El señor que se llevó a mi perro
También la muerte de las personas se relaciona con la pérdida de las mascotas, como en el relato que da nombre a este apartado, narrado por Yuraima Gómez Jiménez.
“Para mi cumpleaños, mis papás me regalaron un perro muy bonito, de color blanco y muy pequeño. Compartía con él la mayor parte del tiempo. Cierto día apareció un vecino, el cual me insistía en que me compraba el perro o que se lo regalara. Yo decía que no, porque quería a mi perro, pero él insistía.”
“Una noche se acercó a mi casa y dijo que se iba a llevar el perrito. Yo me puse a llorar. Al día siguiente, el perrito apareció muerto y me llegaron con la noticia de que al señor lo había matado. Llegaron dos hombres al lugar donde se encontraba y preguntaron por él; cuando se identificó, le dispararon sin que pudiera hacer nada.
“Para mí fue triste ver cómo el perro había muerto, pues no sabía por qué: el día anterior había comido bien y lo había llevado a dormir.”
Cuando Campana murió
También Diana Patricia nos comparte la muerte de su mascota, “una perrita llamada Campana que siempre nos acompañaba a la escuela. El 20 de junio nos levantamos muy felices sin saber lo que sucedería. Mientras estábamos en clase, la perrita empezó a jugar con nosotras, la maestra nos regañó y nos estuvimos quietas. Tocaron la campana para salir, como siempre la perrita estaba debajo del pupitre. Recogimos los útiles y salimos justo a casa, íbamos jugando y corriendo con la perrita, cruzamos la carretera pero la perrita no alcanzó a cruzarla, pasó un carro y la atropelló. Esa fue la tristeza más grande de mi hermana, porque justo el día de su cumpleaños le mataron a su mejor amiga.”
De correa hoy
También la infancia está poblada de recuerdos dolorosos, cuando se practican castigos físicos y hay agresiones entre los padres. Tal es el testimonio que deja Yuri Zenaida del tiempo en que era niña.
“Día de correa, como siempre. Pero hoy es un día especial: mi padre llegó tomado y con un genio del diablo. Al tocar la puerta, todos corren a esconderse y mi madre, valiente como siempre, acude al llamado. Abre la puerta y mi padre la empuja hacia la pared, con gran fuerza, como si se tratase de Supermán enderezando una gran torre. Yo estoy debajo de la cama, donde el miedo está guardado y todo se siente terrible.
“[Los vecinos] tocan la puerta y mi madre no la abre; siguen tocando, me preocupo, pero no me atrevo a acudir al llamado de la puerta. Mi padre grita desde el patio ‘No estoy para que me estorben los vecinos’. Se oye una voz del otro lado ‘Hija, abre’. Mi padre no presta atención y continúa con su ira.
“Preocupada, quería saber qué pasaba. Me llené de valentía y salí. Mi madre estaba sin fuerzas sobre el piso. Esto hizo que yo buscara ayuda: abrí la puerta, salí a la calle, grité ‘ayuda, auxilio’.
“Mi padre corrió y cerró la puerta, me quedé por fuera pero mis gritos fueron en vano. Entonces trepé al techo y traté de entrar por el patio, mientras se escuchaban gritos dentro de la casa.
“BUMM, se escuchó un gran ruido. Caí del techo al patio. Todos hacen silencio, quedan a la expectativa para saber qué pasa. Mi madre se asoma. Era yo que, con gran susto, trataba de regresar adentro de mi casa. Mi padre, enfadado y sin poderse contener, saca su grande y gruesa correa, hecha de cuero de vaca fina, la cual estrenaría yo ese día.”
Todas las historias terribles no terminan mal
Hay accidentes hogareños donde los niños pueden salir muy mal librados. Así se inicia el relato de Jhon Edinson, que él llamó: “La pregunta que un día hice a mi padre”, basado en la memoria de su progenitor:
“Fue un día hermoso, estaba ocupado ayudando a [tu] madre. En un instante, muy silenciosamente, el bebé salió de la casa y cogió el camino que llevaba al puente, se quedó pensando y caminó encima de él. Se oyó un gran ruido que mi padre y mi madre no escucharon. Después de unos minutos terminaron el oficio y decidieron ir a descansar junto al bebé. Al entrar se dieron cuenta de que el bebé ya no estaba donde lo había dejado.
“Salieron a buscarlo, no tenían la más remota idea de dónde podía estar. Siguieron buscando y no lo encontraban. Después llegaron unos primos hermanos y mi mamá con una voz débil les dijo que el bebé no estaba, que había desaparecido. Inmediatamente salieron su búsqueda por toda la pequeña finca, pero no lo encontraron.
“Una visita que llegó tuvo que pasar por el puente y al llegar a casa le contaron lo que había sucedido. De repente un primo notó algo extraño: al puente se le había partido una tabla, desgastada por el tiempo. Entonces se acercó a esa parte del puente, se acercó cada vez más, y cuando se iba a regresar, de reojo vio a un pequeño colgando de una esquirla de aquella tabla. Lo sacó. Era el bebé que tanto estaban buscando. Cuando lo llevó hasta la casa, llamó a todos; al verlo de nuevo, sintieron una gran alegría. Mi madre estaba muy mal, lo alzó y lo besó con los llenos de lágrimas.
“Mi padre clamó de alegría y fue tanto, que decidieron hacer una fiesta en gratitud por la aparición del bebé, porque si no lo hubieran encontrado, habría caído a un río muy hondo y se hubiera ahogado.